A la República Federal de Alemania, fundada en 1949, se le llamaba un tanto despreciativamente la República de Bonn. Esta fórmula descriptiva reflejaba la realidad pos-nacional de un nuevo Estado, que, teóricamente debía superar la historia del viejo Estado nacional alemán, construido en torno a la tradicionalista e imperialista Prusia y su capital Berlín. Más tarde, esta identidad pos-nacional se complementaría con un proceso de americanización de la mano de los cancilleres democristianos, y, a partir de 1964, con un giro, desde los ámbitos críticos germanos, hacia la solidaridad con los procesos antiimperialistas abiertos en la periferia del sistema-mundo. La nueva constitución alemana, consagrada como Ley Fundamental y provisional, fue resultado de un acuerdo entre las potencias aliadas occidentales y las autoridades germanas de las zonas ocupadas por estos aliados. La Ley Fundamental se aprobó sin que nunca llegara a ser refrendada por la población germano-occidental. Significativamente, este inicial decisionismo compartido tanto por las potencias de ocupación como por la gran parte de la autoridades regionales de estas zonas ocupadas desde 1945, se añadió a la nueva Ley, que evitó incorporar a su articulado los refrendos y plebiscitos. De forma paralela a este hecho, la nueva Ley Fundamental soslayó la recuperación de las formulas del denominado parlamento salvaje del período de Weimar para, en contrapartida, elevar un nuevo parlamento racionalizado, en el cual, los partidos políticos, encumbrados constitucionalmente a plataformas de representatividad únicas de la sociedad, perdieron la capacidad para confrontar con la figura del Canciller Federal y, progresivamente, la posibilidad de canalizar en el Bundestag la existencia del antagonismo social, al convertirse, durante el proceso, en Volksparteien. Esto es, en partidos populares. El objetivo teórico de este proceso fue evitar la polarización política que había llevado a Hitler a la jefatura del gabinete republicano en Weimar, descargando, como recordará Jaspers, la culpa no sobre las élites político-económicas que habían llevado al austriaco a la Wilhelmstraße, sino sobre una institución republicana que había permitido la intrusión institucional de las contradicciones de clase. El trauma del nacionalsocialismo servía así para aliviar la presión sobre las viejas élites y, de paso, apuntalar a los sectores conservadores del país, que se verían claramente favorecidos por una sociedad que comenzó a significar el nazismo, no con el capitalismo o con el conservadurismo prusiano, sino con la polarización política como expresión del antagonismo social. La crítica a las desigualdades o a la misma política de alianzas internacionales llevada a cabo por los democristianos, las movilizaciones políticas ajenas a los debates en el parlamento, la lucha obrera auto-organizada frente a la asunción neocorporativa de la codeterminación y del sindicalismo oficial, se convirtieron así en elementos no sólo extra-institucionales o extra-parlamentarios, sino esencialmente enemigos de la democracia, ajenos a la verdadera voluntad popular e insertos necesariamente en un afán totalitarista y barbárico. El canciller democristiano Ludwig Erhard, hablará a mediados de los años 60 de la “sociedad formada”, en donde bajo cierta inspiración schmittiana, se propuso la completa racionalización de la relación de intereses que aún teóricamente se afirmaba sobre el suelo del sistema político pluralista. La racionalización daba cabida a comprender que su proceso culminaba, por consiguiente, en un nuevo cierre del sistema político. Así lo entendieron los jóvenes –y no tan jóvenes- del 68. Irónicamente, la racionalización no podía culminarse en el ámbito económico, donde el ordoliberalismo debía salvaguardar ad infinitum la libre competencia frente a la tendencia de la lógica racional acumulativa –el monopolio-, permeabilizando el momentum de las relaciones de producción. El cese de la actividad armada de ETA en el País Vasco ha traído consigo una misma decidida voluntad por la racionalización política a partir del trauma que ha supuesto la violencia en Euskal Herria. Tras la huelga del 30 de enero del 2020, convocada por los sindicatos de ámbito abertzale ELA y LAB (mayoritarios en la Comunidad Autónoma Vasca), el lehendakari Urkullu indicó a estos sindicatos que la vía para solucionar sus demandas pasaba por avenirse a un “cauce institucionalizado” de negociación. El otrora senador del PNV, Iñaki Anasagasti, afirmó que ELA y LAB se dedicaron durante la jornada de paro a intimidar a gente y que éstos provenían de una época anterior de polarización provocada por la izquierda abertzale: “todavía hay un sector de la población vasca que se siente entumecida porque creía que la acción era esa [la confrontación en la calle] y no el diálogo y la negociación”. La responsable de economía del gabinete de Urkullu se preguntaba si la acción de huelga había servido para algo. La titular de trabajo y justicia afirmó días después: “el diálogo social en Euskadi no tiene marcha atrás, estén o no ELA o LAB”. La retahíla de un sector conservador a los sectores movilizados parecería habitual, sino fuera porque en gran medida, el afán por encauzar institucionalmente ciertas demandas viene acompañado, como en el caso de Alemania, por bloquear tentativamente la auto-organización popular, por racionalizar el sistema político y ahondar en la despolitización y polarización social, sobre la base del uso del pasado polarizado y traumático. Y a esta estrategia se ha sumado también el partido de izquierdas, ahora miembro del gobierno de España, Podemos. La misma concertación social promovida en España por los sindicatos UGT-CCOO desde la Transición tardía, quiere trasladarse a Euskadi, que afronta ahora su particular transición y su particular repaso de su pasado. Si el pasado servía en Alemania para, indirectamente, acusar al comunismo del ascenso de Hitler –algo explicitado en la querella de los historiadores- el pasado violento de ETA sirve, ahora, para atacar el proyecto político de la izquierda abertzale y a su marco de acción tras el periodo del fin definitivo de la violencia política. De manera explícita, se acusa a la totalidad de la izquierda abertzale, y su proyecto político, de violento, condenando sus aspiraciones por divisorias de la sociedad y, como ocurría en el caso alemán con la oposición a Bonn, por promover, a su vez, un proyecto totalitario afincado, aún, fuera de la institucionalidad autonómica. Al obviar la pluralidad interna de este movimiento y al considerar de forma errónea que KAS-HB o ETA-Militar son, por significarse en un período a través de ella de forma mayoritaria, la única izquierda abertzale, se constata que la permanente acusación a la totalidad de este movimiento social de defender la violencia del pasado y la polarización social de aquellos años, guarda en esencia no una motivación ética, sino un deseo de institucionalizar definitivamente a la izquierda abertzale y a su sindicalismo más o menos afín. Mientras se acuse a EHBildu de radical por no aplanarse a la formalidad institucional del todo, se posibilita que los arquitectos de dicha institucionalidad –PNV y PSE- se mantengan en el centro del imaginario político, bloqueando, al mismo tiempo, la recepción de propuestas mucho más radicales –dentro de la izquierda abertzale- que las de la coalición comandada por Otegi. De esta forma, los objetivos de la independencia y el anticapitalismo, como objetivos que confrontan desde lo negativo de la realidad afirmada, se vuelven así en impronunciables, pues pertenecen a la terminología de un pasado que hay que revisar tan sólo para cancelar su presente. La revisión del pasado se concibe así más como un intento por gobernar el presente, que como un proceso honesto que debe seguir apelando a la izquierda abertzale. El proceso que se vislumbra para ese oasis vasco –frente a una polarización creciente en el Estado-, es la conversión definitiva de la izquierda abertzale en ese gran Volkspartei, en ese partido popular, en el que se convirtió el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) a mediados de los años 50. A éste se le acusó ampliamente de seguir siendo marxista, y por tanto, de llevar en su entraña el totalitarismo. Cuando ELA y LAB asuman su carácter de sindicalismo en el ámbito corporativo institucionalizado, cuando su representatividad de las clases obreras vascas se canalice por la negociación y la concertación, entonces, al parecer, la izquierda abertzale habrá asumido la realidad de su pasado. Cuando renuncien a sus objetivos, entonces, sólo entonces, habrán conseguido superar su fatídico pretérito, el todo que provocó el sufrimiento. Cuando se asuma el lenguaje del poder –“condenar a ETA, banda terrorista, etc.”-, cuando se le depure de los elementos no conformistas –“rechazo a la violencia, lucha armada”, entonces, sólo entonces, parecerá que la izquierda abertzale no comete una transgresión cuando acomete una propuesta política o plantea una autocrítica a su pasado. Irónicamente, la realidad de ese pasado se revelará entonces para los instigados a este propósito como lo que realmente es: una ética que no es sino un intento por aplanar la polaridad social que se expresaba a través de la violencia, pero que no es reducible a ella. En otro sentido, cuando esto ocurra, y ya está ocurriendo, se descubrirá que la violencia y su lenguaje simbólico, sólo es la expresión de una insuficiencia dentro de una sociedad dañada. Mientras, se vislumbra la fantasmagoría de la Gleichschaltung, con un EHBildu en la senda del SPD, tratando de ganar su respetabilidad y siendo cada vez más la “oposición legal”, se produce en el plano sindical un atrincheramiento opuesto a la asunción definitiva de una sociedad formada. Mientras EHBildu, que apoyó la huelga antes referida, desarrolla ataques contra la auto-organización colateral del movimiento abertzale al que pertenece, el sindicalismo abertzale, comienza a imaginarse como el último reducto de oposición a la fase final de integración y de constitución de la sociedad formada, a partir de la cual se mantiene la pluralidad a cambio de la racionalización, depuración, de los elementos antagonistas que la dan sentido.
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AutorAdrián Almeida Díez (Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea) |