Se habla mucho estos días, con el conflicto de Ucrania, de que nos encontramos irremediablemente a las puertas de una Tercera Guerra Mundial. ¿Cómo no va a ser así, si Putin es un agresor y tiene el mismo proyecto étnico-expansionista que Hitler? Bueno, tal vez aquí es donde deba entrar la Historia como disciplina social y humana para desmentir ese ya famoso aforismo acuñado por George Santayana de que “los hombres que no conocen su pasado están condenados a repetirlo”. Es absolutamente falso y, por supuesto, las comparaciones que se están haciendo estos días en RRSS y medios de comunicación de masas no sólo son hiperbólicas, sino que están profundamente erradas y generan un clima de incertidumbre y psicosis social que agrava la ya de por sí terrorífica situación.
Karl Marx establecía que la Historia se da presencia a sí misma dos veces, una como tragedia y la otra como farsa. Sin embargo, pese a que pueda rimar, la Historia no se repite, porque cada tiempo histórico está inserto en sus propias dinámicas. El problema con este tipo de pensamiento ahistórico es que limita profundamente los horizontes de posibilidad y enjaula a la expectativa en unos límites muy estrechos. Un ejemplo lo encontramos en la Europa posterior a la II Guerra Mundial, de la que el historiador Tony Judt afirmaba que no se cuestionaba la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial, sino simplemente la fecha de inicio de la misma. Tal vez sea esto a lo que nos referimos los historiadores con que hay que pensar históricamente. Los contextos pueden ser parecidos, pero siempre son diferentes. Si en septiembre de 1945 la rendición de Japón no hubiese traído consigo el descubrimiento de las terribles armas de destrucción masiva de las que había hecho uso la administración Truman, posiblemente una tercera contienda global se podría haber producido. Sin embargo, la tensión posterior, que dio inicio a la Guerra Fría en 1946 (cuando Churchill pronuncia su famoso “discurso de Fulton”: un telón de acero ha caído sobre Europa) viene marcada también por el desarrollo del arma nuclear por parte de los soviéticos en 1949. Desde entonces nada volvería a ser como antes, la guerra nunca podría librarse en campo abierto, frente a frente, por parte de las superpotencias. Es el principio mismo de la doctrina MAD (Destrucción Mutua Asegurada), que marcaría también la necesidad de una coexistencia pacífica (doctrina Jruschev). Si bien es cierto que la doctrina imperial de Rusia ha pervivido a lo largo de los años, ésta no puede ser entendida únicamente desde una imagen espejo del mundo anterior de 1914 o a 1945. Las armas nucleares lo cambiaron todo y el orden bipolar posterior a la II Guerra Mundial también. Putin puede ser un nacionalista acérrimo y puede incluso que en sus sueños húmedos se vea a sí mismo tomándose un café en Riga con su oso pardo sentado a los pies. Sin embargo, los principios de juego que estaban claros en la Guerra Fría y de los que incluso siguen vigentes algunos de ellos, le limitan. Durante 1945-1989 operaron una serie de principios para garantizar que el mundo no viviera nunca un invierno nuclear:
La visión del otro y la amenaza que representa es un factor muy importante dentro del play-ground de la psicología nuclear (así como en la sociología de cualquier proceso histórico que implique un enfrentamiento). Ahora bien, tras la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS, estas reglas del juego quedaron desfasadas. En el Kremlin se estableció un régimen cleptocrático y oligárquico bajo los principios de la doctrina del shock de Naomi Klein (una fuerte conmoción social capaz de imponer los principios liberales del Consenso de Washington). El interregno de los años 90, trágicos en la psicología social del país, se vieron solventados por el resurgimiento de Rusia bajo un nuevo liderazgo, el de Vladimir Putin (1999), que frente a la figura estrambótica y bufonesca de Boris Yelstein, representaba una página nueva de Rusia en el mundo tras la disolución de la URSS, capaz de poner orden en el interior (al más puro estilo Manifiesto de los Persas) y reestablecer el prestigio de Rusia, tal vez ya no como gran potencia, pero sí como actor capaz de defender sus intereses en el mundo, siempre bajo el abrigo de un arsenal nuclear que podía hacerle frente cara a cara al de EEUU. Esa siempre ha sido la gran baza de Rusia y el gran peligro que hace oscurecer el orden liberal y unipolar impuesto por EEUU desde 1991. Sin embargo, lo que se ha visto en estas últimas semanas es la consagración de un nuevo orden internacional, aun amorfo y sin unas reglas claras. Un mundo que encuentra su gestación incluso antes del fina de la Guerra Fría, con la política de crecimiento económico a ultranza establecida por Deng Xiaoping en los años 70. Un crecimiento que ha permitido a China, gracias a un perfil internacional bajo, consagrarse como una potencia económica mundial y con un peso importantísimo en la vida comunitaria internacional (como está viéndose ante las llamadas a Xi Jinping para que medie en el conflicto ruso-ucraniano). Hoy tenemos un mundo más peligroso tal vez que el de la Guerra Fría, y no es porque a sus mandos haya psicópatas sedientos de sangre, como banalmente se suele traslucir en los noticiarios y tertulias televisivas. El gran problema del orden internacional posterior a la Guerra Fría es que apenas tiene normas, o que opera con unas establecidas en 1945 que ya no son válidas para el mundo actual. La marcha hacia el Este de la OTAN, los conflictos injustificados y sangrientos de las ultimas décadas, la internacionalización de guerras como la de Siria (en la que han participado un sinfín de actores internacionales, contando especialmente a Rusia y EEUU), el uso de herramientas a medio caballo entre el soft y el hard power (la desinformación, las campañas de financiación de agentes desestabilizadores, etc.) nos están hablando de una realidad que difícilmente puede ser un espejo de 1914 o 1945, aunque desde luego el orden sea inestable. Para hablar del traumatismo mundial que está suponiendo esta guerra podríamos hablar de Rusia, podríamos hablar de Ucrania y podríamos hablar del orden unipolar navegado durante más de 20 años en solitario por EEUU. Podríamos hablar de los traumáticos años 90 de la antigua Unión Soviética, años en los que Rusia perdió cerca del 25% de su población, experimentó el desmantelamiento de su tejido productivo estatal y experimenta los problemas de orden y salud públicos asociados al fin del comunismo: la drogadicción, la criminalidad, el suicidio, la pérdida exponencial de la esperanza de vida, etc. Podríamos discutir las luctuosas guerras civiles en Chechenia, que marcaron el recuerdo de esos años, de como las pensiones de millones de personas durante los 90 se devaluaron hasta prácticamente no valer nada. Podríamos hablar también de las aventuras internacionales de EEUU durante el siglo XXI, que han dejado países enteros en una inestabilidad crónica que parece será secular: Irak, Siria, Libia… Podríamos hablar de la emergencia de los BRICS y la importancia que están comenzando a tener otros actores políticos en este tablero de ajedrez. Podríamos también hablar del agotamiento de Europa, del resquebrajamiento de la Unión durante estos años, la sangría que olió el Kremlin cuando en 2016 el Reino Unido decidió salir del espacio Schengen y repatriarse hacia su vertiente mas atlantista. Podríamos hablar también del auge de las fórmulas iliberales, de democracia ficcional o “soberana” como gustan de llamar Orbán o Kaczyński. Hablar de todo esto es hablar de la complejidad de la realidad, que enfrenta el discurso simplón de los medios de comunicación de masas. Patologizar a Putin, afirmar que este conflicto es similar al comienzo de la II Guerra Mundial o el panorama internacional idéntico al de 1914 son afirmaciones que no nos van a llevar a una comprensión del trance por el que pasa actualmente el mundo. El estudio del pasado tiene como objetivo comprender el presente, es cierto, pero también imaginar unos horizontes de expectativa diferentes y dudar de lo que nos traerá el futuro, no sólo por una cuestión de fantasioso optimismo, sino para pensar una solución sobre sólido, y no sobre unas inestables conjeturas basadas en un pasado que, cerca de hacernos comprender el presente, en estos términos, nos lo dificulta profundamente. Cuando Édouard Daladier llegó al aeropuerto de Le Bourget el último día de septiembre de 1938 las masas se abalanzaron sobre él llenas de júbilo cantando la Marsellesa. La guerra se había evitado y Daladier era el héroe del momento. Sin embargo, él consideraba que el acuerdo era simplemente un arreglo temporal, Múnich representaba una solución precaria a una situación intolerable. Chamberlain, por su parte, asumía que el logro de Múnich había sido evitar la guerra a cualquier precio y lo vendió como un éxito en Londres. La cuestión es, que, en 1938, no existían las armas nucleares, ni la OTAN, ni la Unión Europea y el horizonte de la guerra era tan difuso para algunos como nítido para otros. Bibliografía
0 Comentarios
|
AuTORDavid Benayas Sánchez, Universidad Complutense de Madrid (UCM) |