Posmodernidad, tolerancia, pospolítica Ante la debacle electoral del partido demócrata en Estados considerados “suyos”, Robert Reich, otrora miembro del equipo económico de Bill Clinton, escribió: Democrats once day represented any working class. Not anymore. El mismo economista argüía, en paralelo, que había una profunda diferencia entre los datos de mejoría en la economía de Estados Unidos y aquellos que evidenciaban que la nación real se seguía sintiendo ahogada y desamparada económicamente. Ello por no hablar del aumento de la de desigualdad económica entre las clases más pudientes y la clase trabajadora general. El discurso de las elites progresistas -liberales- de Estados Unidos se ha configurado, no obstante, de un modo absolutamente distinto a esta problemática, dejando un espacio a politizar libre de toda intervención directa de una derecha inteligente y sin escrúpulos (con la excepción del candidato a la nominación demócrata Bernie Sanders). Igualmente que en los viejos partidos socialdemócratas europeos (tras la asunción de la Tercera Vía propuesta predilecto de Tatcher, Tony Blair, y la Agenda 2010 por parte del socarrón canciller Alemán, Gerhard Schröeder), el partido demócrata, ha asumido un discurso nítidamente alejado de las cuestiones de clase[1], centrando sus esfuerzos en la lucha contra ciertas desigualdades que, por no ser necesariamente luchas antisistema, saben que pueden ganar. En tal sentido, las luchas por la igualdad de estos partidos (que asumieron la línea neoliberal) se han centrado en varias problemáticas que, en otros tiempos, y por su formulación como movimientos sociales, constituyeron prácticas de reivindicación política plena. Una reivindicación política plena debe entenderse, como un conjunto de planteamientos que por ser estrictamente políticos buscan la confrontación con el sistema y para su cambio o suplantación. Cuando ciertos planteamientos del tipo feminista o antirracista son integrados en el orden de los cambios posibles dentro del propio sistema, éstos comienzan a observar carencias en su acción política (es la diferencia ya sostenida por Benjamin al hablar de la huelga integrada y la huelga revolucionaria)[2]. Es decir, en la medida en que sus demandas dejan de ser demandas para una oferta universal de sociedad, su potencia revolucionaria deja de existir; dejan de ser políticos. Una demanda particular que se queda en la particularidad, difícilmente supone un acto político. El esloveno Zizek lo expresaba de la siguiente manera: “el establishment liberal post-político no sólo reconoce plenamente la distancia entre la igualdad puramente formal y su efectiva actualización o realización; no sólo reconoce la lógica excluyente de la falsa e ideológica universalidad, sino que procura combatirla aplicando toda una serie de medidas jurídicas, psicológicas y sociales, que abarcan desde la identificación de problemas específicos a cada grupo o subgrupo (no ya sólo unos genéricos homosexuales, sino lesbianas afroamericanas, madres lesbianas afroamericanas desempleadas, etc.) hasta la elaboración de un ambicioso paquete de medidas (discriminación positiva y demás) para solucionar esos problemas. Lo que ésta tolerante práctica excluye es, precisamente, el gesto de la politización” En otras palabras, la práctica de la asunción de la divergencia como un bien, permitiría ahondar en el discurso del liberalismo. No hay teleología posible, ni un fin de la historia en la que la igualdad formal se supere mediante la igualdad de facto. Consecuentemente, considerar la lucha por la igualdad como suplantación (superación) de la divergencia es un acto político. Considerar la divergencia como hecho dado y respetarla es un acto reafirmante de la hegemonía de la libertad en la diferencia. Una idea de libertad como desigualdad y diferencia ya propuesta por autores de la nueva derecha como el francés Alain Benoist: “Yo llamo de derecha la actitud que consiste en considerar la diversidad del mundo y por consiguiente las desigualdades, como un bien, y la homogeneización progresiva del mundo, preconizada y realizada por el discurso bimelenario de la ideología totalitaria como un mal”[3]. Una frase que cambiando el concepto “de derecha” por el de “socialista” podría ser asumido hoy por los partidos socialdemócratas europeos. De manera equivalente, Hillary podría haber dicho: “Yo llamo progresista la actitud….” y los aplausos habrían corrido sin cesar. Ahí radica el problema precisamente. En que el supuesto lado izquierdo de la balanza ya ni siquiera mantiene una lucha real en esos aspectos que abrazó para disimular que ya no representaba a la clase trabajadora. El discurso, la concienciación de la clase, fue abandonado hace mucho ya, y en el desarrollo de ese recorrido, la izquierda mayoritaria del orbe occidental ha acabado por reivindicar unos planteamientos programáticos y teóricamente progresistas, que, en definitiva y por las vías por las cuales se llevan a la reivindicación y desean implantarse, son los de la derecha liberal o neocon. En líneas generales, por tanto, la historia ha demostrado que el centro izquierda no es una cuña al sistema para su giro al progresismo, sino su más acabada creación para su supervivencia. La socialdemocracia y el socioliberalismo son, en definitiva, máquinas de despolitización de la sociedad, lo cual la estanca en los problemas de divergencia actuales. Como recordaba el politólogo Agnoli, tras la segunda posguerra en los países occidentales se desarrolló una tendencia a partir de la cual los partidos de oposición se constitucionalizaron. En virtud de ello, estos partidos acabaron por asumir la propia institucionalidad estatal y dejaron de verse por parte de los partidos conservadores como potenciales enemigos[4]. Paralelamente, se construyó un sistema político sustentado sobre la columna de un gran partido popular que, en cualquier caso, se presentaba a las elecciones con colores diferentes (el SPD sería una suerte de ala izquierda de la CDU, al igual que el PSI de la DC). Estados Unidos marcó, en referencia a lo anterior, la pauta de estabilidad que las convulsas democracias occidentales, ahogadas en la bañera sangrienta de la polarización política desde la revolución francesa. El papel de la izquierda política moderna pasó, de oposición al sistema, a oposición al partido conservador de turno. El partido de oposición que mereciera tal nombre, y desde la izquierda, debiera, en todo sentido, recobrar el interés por hacer política. En otras palabras, por plantear universales. Aquí debemos fijarnos, pues, en el universal que se plantea en la lucha de clases, en la perspectiva de clase. Agnoli considera, siguiendo un planteamiento típicamente “leniniano”, que las masas carecen del sentido mismo de realizarse políticamente; hay una conciencia de la opresión entre la clase trabajadora, hay una revuelta espontánea, pero no en cambio una propuesta revolucionaria. Lenin, en el “¿Qué hacer?”, supondría precisamente, que el trabajador, por sí mismo sólo es capaz de desarrollar una conciencia tradeunionista. Esta discusión entronca asimismo con la famosa teorización de Marx, expresada en “Miseria de la filosofía”, en torno a la “clase en sí y para sí”. “Las clases para sí, implican una conciencia subjetiva y cohesión de los miembros de una clase con base a su identidad común de clase”7. Lenin supuso, que precisamente que “los obreros no podían tener conciencia socialdemócrata. Esta sólo podía ser traída desde fuera” [5] . O en otras palabras, la conciencia de clase (la constitución política de la clase; clase para sí) no viene sino de la construcción exterior. Luxemburgo, Gramsci, estarían parcialmente de acuerdo con esta atribución “exteriorizante”, intelectual, de la emanación de la conciencia. Estarían, en contra, en todo caso, de su derivado estratégico; el partido vanguardia. Estas consideraciones son del todo importantes, pero no debemos olvidar una cuestión capital que se planteó en la Italia de los años 60: la autonomía obrera. A partir de las revueltas espontáneas desarrolladas por los obreros y clase estudiantil del país transalpino, se desarrolló la teoría del extrañamiento al trabajo, como consecuencia – entendieron los autores de esta escuela- de un cambio del paradigma fordista occidental de relaciones de producción capitalistas. En la nueva fase, el obrero protagonista de la cadena de montaje, venía suplantado por una clase de trabajador intelectual, al tiempo que las fábricas se movían sin excepción hacia entornos más favorables para una nueva fase de revalorización del capital. Según esta descripción, la clase obrera tradicional se había extinguido de occidente. En Estados Unidos, la clase obrera tradicional se habría convertido en un reducto de un pasado industrial glorioso y anterior a la fase del capitalismo financiero actual. China pasó a convertirse, en todos los sentidos, en el verdadero Estado obrero. A este respecto, Hobsbawm apuntaba que con este proceso desarrollado globalmente “quedaba muy lejos el viejo sueño marxista de unas poblaciones cada vez más proletarizadas por el desarrollo de la industria, hasta que la mayoría de la población fuesen obreros (manuales)”8. Esa matización es a su vez, del todo oportuna. En los tiempos actuales, la izquierda no socioliberal y marxista se encuentra con un problema de calado: la clase obrera tradicional ha desaparecido o se ha visto totalmente minorizada del conjunto de lo que hoy aún denominamos como clase obrera. Este problema posfordista, clarificado desde el período de revueltas estudiantiles y obreras de los años 60 y 70 en el sector occidental, tiene a su vez un reverso que compromete no sólo la lucha en su contenido, sino en su propia forma. Tal forma de lucha, derivada en esencia por el cambio en las relaciones de contenido (el cambio en el paradigma fordista) fue intuida por intelectuales del propio movimiento estudiantil de la época, como el alemán Hans-Jürgen Krahl (discípulo crítico de Adorno). Bajo su punto de vista, el planteamiento leninista de conciencia de clase traída desde fuera, dejaba de tener sentido, en la medida en que en el nuevo capitalismo, la propia clase obrera se constituía de la intelectualidad salida de las universidades. Si la intelectualidad es la masa obrera, la protesta espontánea sería per se política. En la misma línea, Marcuse señalaría que el estudiante universitario era el heredero mismo de las luchas obreras tradicionales, y no tanto el intelectual “concienciador” de los trabajadores. El filósofo de la Escuela de Franktfurt señalaría que la clase obrera tradicional se hallaba en un momento de pasividad absoluta, provocada por el capitalismo social formulado en los Estados capitalistas de la segunda posguerra, el cual inducía al consumo masivo. Tales planteamientos por el fin de la vanguardia en las tareas organizativas de la lucha por la emancipación y la unidad planteada entre los elementos teóricamente conscientes y las masas obreras, carecieron, en todo caso de problemas derivados del propio desarrollo de las protestas. Como ha comentado Della Porta, muchas organizaciones estudiantiles de Italia y la República Federal de Alemania se encontraron, cuando habían propugnado contra ello, en tareas de vanguardia política[6]. En el caso alemán, por ejemplo, la unidad entre clase obrera y clase intelectual-estudiantil no llegó ni tan siquiera al espejismo simbiótico que se había producido en Italia. Por consiguiente, cabría preguntarse, aunque no es el objetivo de este ensayo, si las teorías posmarxistas y posobreristas, que argumentan desde un sincero y verdadero análisis de la realidad posfordista, han supuesto en su rechazo al leninismo, un avance en el desarrollo de la emancipación social. A día de hoy, por consiguiente, y en el actual marco de la globalización, nos encontramos con dos realidades en la aldea del capitalismo que es el mundo: de un lado Occidente, expresión del capitalismo cultural, marcado por el trabajador intelectual de un lado y la clase social definida por Guy Standig como el precariado. Dos realidades en el marco de la fuerza laboral del capitalismo occidental entrelazadas y transversalizadas. Sin entrar propiamente en la discusión sobre el término precariado, hay que señalar, a pesar de todo, que tal término ha sido objeto de diversas críticas, que a nuestro entender, son muy razonables desde el punto de vista marxista. El término precariado es, así, en opinión de autores como Jan Breman o Richard Seymour, un concepto poco novedoso, pues éste pretendería definir una nueva clase social, que, en realidad, siempre estuvo dentro de la clase proletaria clásica. Estos autores han aducido que el precariado ha existido siempre lo largo de la historia del capitalismo, ya que este grupo social, dentro del proletariado, compone el núcleo central del funcionamiento del marco de relaciones de producción capitalistas: el “ejército de reserva”. Como recoge el periodista polaco Maciek Wisniewski, autores como Jarek Urbanski han indicado que la emergencia masiva actual del proletariado se debe a la fase histórica actual del capitalismo[7]. Una fase neo-liberal, que ha hecho retornar las condiciones precarias de trabajo clásicas del capitalismo, pero no -al menos no en el ámbito occidental- las formas de trabajo emanadas a partir de la Revolución Industrial y la posterior revolución fordista. Dicho llanamente: el famoso precariado sólo sería la nueva forma general del proletariado occidental. Un proletariado (“terciarizado”) emanado por el fin de varios factores: la crisis de tasas de ganancia de finales de los años 70 (provocadas por una crisis de sobreproducción), la quiebra del consenso en torno al Estado de Bienestar de los años 80 y la ofensiva sucesiva del capital en favor de la remercantilización del trabajo con la vista puesta en una nueva fase de acumulación. Un período, en definitiva, ofensivo de la burguesía occidental, que trataría de posibilitar una nueva fase de valorización del capital. La deslocalización industrial permitió a las grandes compañías obtener mercados de trabajo baratos y unas condiciones de estabilidad político sindical no dadas en los contextos industriales tradicionales (el caso italiano, en el cual incluso los obreros sin filiación política comenzaron un período de grandes huelgas salvajes a principios de la década de los 60 parece corroborar esta opinión). En paralelo, el paro de una gran cantidad de antiguos trabajadores industriales en occidente posibilitaría una depauperación progresiva de sus condiciones salariales y la imposibilidad de acceder a puestos de trabajo de gran cualificación, lo cual los condenaría a un paro permanente o a una búsqueda de empleo bajo cualquier tipo de condición. Se formaría, así, una subdivisión dentro de la clase obrera postfordista occidental muy acusada, lo cual motivó precisamente el nacimiento del término precariado. En el caso de Estados Unidos, tal espectro de la clase obrera adquiere incluso unos componentes raciales, dentro también de la propia población blanca (los famosos withe trash o basura blanca). Hobsbawm se refería precisamente a esto: “los sectores pobres de la población nativa de color de los Estados Unidos, es decir, la mayoría de los negros, se convirtieron en el paradigma de los subclase: un colectivo de ciudadanos prácticamente excluido de la sociedad oficial, sin formar parte de la misma –o en el caso de muchos jóvenes varones-del mercado laboral. De hecho, muchos de estos jóvenes, sobre todo varones, se consideraban prácticamente como una sociedad de forajidos o una antisociedad. El fenómeno no era exclusivo de la gente de un determinado color, sino que, con la decadencia y caída de las industrias que empleaban como mano de obra abundante en los siglos XIX y XX, los subclase hicieron aparición en una serie de países”[8] Cabría considerar otro aspecto al hilo de la atribución de la clase obrera occidental como un núcleo esencialmente intelectual salido de las universidades. Autores como Franco Berardi han sugerido precisamente ese aspecto arguyendo a que la mayoría de la nueva clase trabajadora ha pasado por la universidad y a que buena parte de los trabajos en el mundo occidental realizan un trabajo no manual, creativo o intelectual[9]. Esta atribución es del todo cuestionable. En primer lugar, el paso por la universidad ya no es garantía de formación intelectual de los estudiantes. Antaño, la universidad se consagró como un lugar en donde las nuevas remesas de las élites políticas y económicas del capitalismo se formaban. Una formación a través de la cual esporádicamente surgían personajes que teorizaban firmemente contra el sistema capitalista y otras clases de dominio, componiendo ciertas quiebras en el papel general de la universidad como institución para la formación de los “gestores del grupo dominante”[10], en palabras de Gramsci. A día de hoy, la universidad se ha convertido, a través de sucesivas reformas tanto en su estructura como en la organización de los planes de estudio, en una auténtica fábrica de creación de prefectos nuevos obreros para el desarrollo y buen funcionamiento del capitalismo posfordista occidental. En tal sentido, la formación intelectual ya no es la principal función de la universidad, a pesar de que lo siga haciendo, sino la creación y buena preparación de técnicos que engrosarán las plantillas de grandes multinacionales informáticas. Por consiguiente, los nuevos estudiantes salidos de las universidades saben más, pero no necesariamente piensan más que antaño. Esta nueva atribución a la universidad como lugar para la formación técnico-creativa de las futuras generaciones de obreros, se ha configurado a partir de una democratización en el acceso a esta misma institución, que, contrariamente a la opinión de Berardi, no ha supuesto una mayor conciencia política ni un paso adelante en la fundamentación de un sistema económico superador del actual modo de producción capitalista. Esto se debe a las sucesivas reformas en el seno de la universidad por parte de los poderes del Estado. Unas reformas que han desbancado muy evidentemente el quehacer intelectualista de la universidad en pos de la primacía técnica, contribuyendo notablemente a hacer verdadera la famosa frase de Heidegger de que “la ciencia no piensa, calcula”. Este hecho explica el notable fracaso de la movilización social en un sentido verdaderamente emancipatorio que podría esperarse de una clase estudiantil, proveniente de la clase obrera, intelectualmente preparada; es decir, preparada para saber cuáles son los entresijos de la dominación social, cuál ha sido la historia de la humanidad, etc. y formada inherentemente en el ámbito de una cultura proletaria y, por tanto, conocedora de sus luchas y sus desdichas cotidianas. La salida de la universidad de estas nuevas remesas de estudiantes produce a su vez una doble división entre esta propio sector. Así, una parte de los estudiantes consigue avenirse a la carrera laboral para la cual han sido formados en los años anteriores. Otra parte de este sector acaba, fruto de la masificación en la que actualmente se encuentran las universidades y el reducido campo del mercado laboral, abocada a engancharse, de querer evitar el desempleo, a un trabajo ridículamente remunerado que dilapida, en pocos años, toda su proyección vital. En segundo lugar, y consecuencia de lo anterior, nos encontramos con una incapacidad muy clara en el accionar planamente político de ciclos duraderos de protesta. Los nuevos obreros técnico-creativos se encuentran generalmente con la imposibilidad de encarar tareas de protesta motu proprio, pues carecen de una mínima conciencia política y generalmente se hallan plenamente adheridos a un sistema en el que, a pesar de reconocer en él ciertos problemas (ecológicos, raciales o de género), creen como el mejor posible. En el caso de los obreros desplazados cabría considerar que su situación no permite elaborar una práctica de protesta (huelga, manifestación o insurrección) larga o duradera, pues su situación pende de un hilo. Su puesto de trabajo puede ser ocupado rápidamente por otro soldado del enorme ejército de reserva existente, sin que necesariamente se comprometa el trabajo en sí. El trabajador rechazado del empleo rápidamente tomará nota del porqué de exclusión y se afanará no tanto por conseguir cambiar la situación colectivamente, sino esencialmente “portarse bien” la próxima vez. Es decir, configurará una estrategia basada, fundamentalmente, en la denuncia del compañero y a su mala praxis laboral, y en una permanente búsqueda por agradar al jefe o encargado directo de turno. Este tipo de empleos, generalmente centrados en el sector servicios, provocan a su vez, y sobre todo entre los antiguos estudiantes universitarios, una enorme frustración personal que en muchos casos acaba produciendo depresiones severas e incluso suicidios. Este hecho es debido, como han apuntado diversos autores, a la enorme diferencia entre las proyecciones vitales durante los tiempo de estudiante y la realidad de un presente vacio, hueco e inacabable. Un presente que destruye el hecho futuro incluso de la imaginación, e incluso individualmente. Estos empleos agotadores tanto física como mentalmente (por la permanente necesidad de la competición entre compañeros y por la búsqueda de agrado al superior) producen a su vez una necesidad de descanso placentero inmediato entre la clase trabajadora que es saciada a través de distintas formulas de consumo (televisión, compra de ropa, videojuegos), las cuales tratarán de evitar un ocio más pausado, tiempo para la realización personal o para reflexionar sobre su propio presente. Muchos antiguos estudiantes universitarios, inmersos en esta dinámica, se vuelven incapaces de retornar a la carrera por el puesto en que se hallan formados y descartan, como un permanente recordatorio de su fracaso personal, cualquier contacto con su “antiguo mundo” (un pasado vital que jamás volverá a hacerse presente y con el que se corta de manera tajante a fin de no caer en la total tristeza). No obstante, los aspectos como el rechazo u extrañamiento al trabajo (en palabras de Berardi) son enunciadas entre parte de este sector de la clase obrera cuando se expresan de una forma xenófoba. Es la necesidad de desquitarse de esa competencia masiva, la necesidad de buscar una expresión inmediata a su verdadera agonía. La ultraderecha en tal sentido ha conseguido canalizar el sentimiento de rechazo al trabajo, planteándolo políticamente como un rechazo al “venido”, y como una defensa del trabajo autóctono. Ha conseguido, por tanto, mostrarse rebelde frente a una derecha neoliberal que no sólo consiente, sino que desea la llegada del inmigrado para ampliar, más si cabe, los mercados y aumentar el abaratamiento en la compra de trabajo humano. Esta clase trabajadora, que se expresa por la emancipación habrá de descubrir, no obstante, que el mal per se, y como decíamos, no se encuentra a los lados, en sus compañeros, sino arriba y entre aquellos a los que quiere agradar con cada acción de su trabajo. En este sentido, la acción de la izquierda pasará quizás por alimentar un discurso político que nutra con las verdades del sistema capitalista el rechazo al trabajo (rechazo al trabajo competitivo) expresado por una buena parte de la clase trabajadora occidental. Es decir, que advierta, a una clase trabajadora agotada, de que sus males no empiezan por el “venido”, sino de un sistema que aboca irremediablemente a la competencia por la venta de la fuerza de trabajo. Esta tarea es esencial, pero requiere volver a plantear, sin complejos, universales y totalizadores, centrados en la proyección entre la clase trabajadora (tanto la inmersa en puestos de trabajo técnico-creativos como la precarizada en el sector servicios, así como la de los obreros industriales) de sociedades igualitarias en donde se ponga pie al fin del trabajo abstracto. [1] El último presidente demócrata que puede decirse, pese a todo, liberal, sería quizás Lyndon B. Johnson, con su estrategia de “Cañones -en alusión a Vietnam- y mantequilla”. 3 Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia, en: http://ddooss.org/articulos/textos/walter_benjamin.pdf.
[2] Zizek, Slavoj: En defensa de la intolerancia, Madrid, Seguitur, 2008, p. 39. [3] Benoist, A., Les idées a l´endroit, Paris, 1979, p. 81, extraído de Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Madrid, Siglo XXI, 1987, p.287. [4] Agnoli, Johannes, Peter Brückner, La transformación de la democracia, México, Siglo XXI, 1968. 7 Russell, James W. y Silvia Núñez García, Clase y sociedad en Estados Unidos, México, UNAMCISAN, 1997. [5] Lenin, V., ¿Qué hacer?, en: https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1900s/quehacer/qh2.htm 8 Hobsbawm, Eric, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, 2012, p.307. [6] Della Porta, Donatella, Social Movements, Political Violence and the State. A Comparative analysis of Italy and Germany, Cambridge, Cambridge University Press, 2006. [7] Wisniewski, Maciek, Precariado ¿una clase nueva o una nueva lucha de clases? en: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=191142 [8] Hobsbawm, Eric, Historia…op.cit., p.342. [9] Berardi, Franco, Almas al trabajo. Alienación, extrañamiento, autonomía, Madrid, Enclave, 2016. [10] Gramsci, Antonio: Para la reforma moral e intelectual (Antología), Madrid, Catarata, 2016, p.162.
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AutorAdrián Almeida (Deusto) y Jaime Caro (UAM) |