El dieciocho de Brumario de 1799 fue la fecha del golpe de Estado de Napoleón Bonaparte contra el llamado Directorio. Más tarde, aquella fecha, el 9 de noviembre de 1799, serviría a Karl Marx para realizar la obra famosa del “Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte”, en donde se relataba el golpe de Estado a la II República Francesa del supuesto sobrino del viejo Bonaparte. Un mismo día nueve de 2016, inauguró la presidencia (electiva) estadounidense otro personaje que presumiblemente, y que, en opinión de la mayor parte de progresistas, abría una nueva etapa de fascismo en el viejo orden occidental: Donald J. Trump. Un adjetivo que no refleja, a nuestro entender, la figura de Trump, pues hace falta recordar que el fascismo como tal surge y nace, al igual que el llamado bonapartismo, con el cual se le ha relacionado, en momentos de ímpetu revolucionario de la clase obrera. Dicho de otra forma, el fascismo aparece no por la debilidad de la clase obrera, sino por su fortaleza. Trump no surge para parar los pies a una clase obrera dispuesta a superar las reglas económicas, sociales e institucionales propias de la economía del mercado. Surge como principal promotor de un cambio en las condiciones actuales del capitalismo global, teniendo un claro sentimiento anti-moderno y nostálgico de los años anteriores del capitalismo posfordista, cultural y financiero. En esa nostalgia por la vieja industria, por el trabajo en el occidente capitalista, parece haber engatusado a una clase obrera norteamericana desposeída, expulsada de las fábricas e instituciones, incluso convertida en subclase, frente a la acomodada clase corporativa que conforma el establishment de este país. Un establishment cuya mayor gloria a la “emancipación” social ha sido llevar al poder a un hombre de raza negra en 2008 e intentar aupar a la Presidencia a una mujer en 2016, habiendo actuado ambos como opresores de sus propios colectivos. Paleoconservadurismo, proteccionismo y librecambio Donald J. Trump debe observarse dentro de una postura tradicional del partido republicano norteamericano denominada como paleoconservadurismo y, en virtud de ello, en el extremo opuesto a las tendencias de corte neoliberal y neocon que rigen a la mayoría del partido desde las presidencias de Nixon y Reagan. En tal sentido, las posturas del nuevo elefante que se instalará en la Casa Blanca se enmarca en una corriente ideológica que recupera ciertos valores del partido republicano -como el proteccionismo, siendo el motivo por el cual neocons como Paul Ryan (presidente de la Cámara de Representantes), otrora compañero de fórmula presidencial de Mitt Romney, han abandonado a Trump. La postura del paleoconservadurismo tratará, contrariamente a las posturas de los neoliberales, de volver a las raíces del país. Irónicamente, a aquel Estados Unidos del Siglo XIX inverso en la cultura política demócrata de T. Jefferson; un Estados Unidos agrario, proteccionista y aislado de Europa. A grandes trazos podría decirse que buscarán el aislacionismo internacional, el estancamiento en los procesos de construcción social en el sentido migratorio (dejar las cosas tal y como están en términos de demográficos o devolverlas al considerado estado natural del país; un país blanco cristiano y anglosajon, con una definición clara de los roles de género) y el proteccionismo económico. Un proteccionismo económico que, paralelamente, es la piedra de toque para la definición y constitución de la lucha contra la globalidad del capitalismo actual. Históricamente, el capitalismo no fue un fenómeno librecambista global. A excepción de una Gran Bretaña que ya estaba constituida como potencia capitalista durante el siglo XIX, las grandes potencias europeas buscaron, como lo haría primero Gran Bretaña, protegerse de los mercados exteriores, mediante la política proteccionista, a fin de desarrollar primero internamente sus industrias y no verse inundadas de manufacturas de potencias industriales más desarrolladas. Verbigracia, Francia o Alemania aplicaron políticas proteccionistas a fin de conseguir frente a Gran Bretaña una red extensa de industrias e implantar con vigor el capitalismo en sus respectivas naciones. La apelación al nacionalismo y el rechazo a lo extranjero como invasión tiene que ver en buena medida con este hecho, aunque no sólo. El proteccionismo, que fue la postura mantenida por el gobierno británico hasta fines del siglo XVIII (con leyes tan conocidas como las “Corn Laws”), se vio discutido con los planteamientos librecambistas de Adam Smith y de David Ricardo. Autor este último que con la obra “Principles of Political Economy” introdujo la famosa teoría de las ventajas comparativas. Ricardo “suponía (de forma incorrecta) que Portugal tenía una ventaja absoluta en la producción de tela y vino comparado con Inglaterra, pero que el coste relativo de producir vino era menor; bajo esas circunstancias, demostró que sería mejor para Portugal especializarse en la producción vinícola y comprar tela a Inglaterra” [1] . Igualmente, en el caso de comercio de Inglaterra y España, no beneficiaba en absoluto a España que los ingleses vendiesen en este país su industria textil mientras los españoles vendían allí productos agrícolas. De otra parte, filósofos como el esloveno Zizek han recordado que la nueva ultraderecha ha reverdecido un campo político que la izquierda se ha empeñado en no sembrar. Esto quiere decir que la ultraderecha, o la derecha xenófoba y proteccionista, se ha encargado de la polarización y de la construcción de la frontera entre el nosotros y ellos. En otras palabras, ha asumido la necesidad de la política, de la politización de la sociedad a la que aboca a elegir entre aquello que le es propio, la patria, y aquello que le resulta extraño, el inmigrado. Tal lucha -falsa- se ha demostrado muy efectiva en la movilización de la clase trabajadora, estadounidense, francesa, alemana o inglesa (no así de la escocesa), ya que define claramente el enemigo de su pobreza y de su falta de trabajo: el extranjero que viene a competir con ellos por un puesto de trabajo. La mirada del trabajador se vuelve hacia los lados, sin entender que para ver la cara al enemigo debiera mirar hacia arriba. Tal percepción, tal inclinación a mirar hacia los lados, no obstante, es muy efectiva porque en cierta manera es real: el inmigrado trabaja por lo mínimo para conseguir un puesto de trabajo, lo cual convierte al “venido” como un competidor demasiado irreverente y desconsiderado con las proyecciones salariales del trabajador “nativo” -de eso trata el capitalismo-. Para colmo de sus desdichas, el trabajador autóctono, observa que las fábricas y sus realidades cotidianas de trabajo- y esto no es un fenómeno nuevo- siguen deslocalizándose. Ante una izquierda que ha olvidado los discursos de clase, y por ende, sus atributos políticos definitorios como entidad rupturista, la ultraderecha presenta al trabajador un cuerpo de enemigos totalmente definido muy carnal y emocional. Todo, a pesar de que sea una imagen que, conteniendo un fondo de verdad, es profundamente falsa en términos generales. Es el capitalista quien promueve para su propio beneficio tal imagen, ya que es la lucha entre obreros de distinta procedencia quien realiza el abaratamiento del capital variable. Así mismo, al neoliberalismo y el establishment de hoy en día, les aterran tanto las propuestas de una izquierda que aún cree por encima de todo en la lucha entre el nosotros (trabajadores) y el ellos (capitalistas), como las propuestas de derecha nacionalista. En el primero de los casos por una razón obvia que no merece la pena explicar. En el segundo de los casos, porque esencialmente trastoca el desarrollo de las propuestas capitalistas basadas en el liberalismo económico seguido hasta ahora. Puede decirse en virtud de lo anterior, que la “nueva”-vieja- derecha plantea el fin del neoliberalismo y de la globalización capitalista, y es pues que pone coto, o trata de ponerlo, a las propuestas globalizantes de deslocalización y de mercados liberalizados entre enormes y densamente pobladas regiones del mundo. La cuestión de la elección. Sistema y Estados. El sistema electoral en Estados Unidos tiene unas peculiaridades que deben ser explicadas, pues resulta absolutamente llamativo para un observador europeo el hecho de que el 8 de Noviembre Trump no fuera el candidato más votado. En tal sentido, la candidata por el Partido Demócrata, Hillary Clinton sumó casi 4 millones de votos más que el magnate neoyorquino. Es decir, si en Estados Unidos utilizásemos el famoso baremo de “una persona un voto” estaríamos ante la primera presidenta de Estados Unidos, pero en este país el sistema de elección de su presidente es mediante el sufragio universal indirecto: se elige a representantes del voto popular (Colegio Electoral) que votarán luego, según el computo general de votos en ese estado al candidato más votado. Este sufragio indirecto no se impuso como una medida para autolimintar o adulterar la democracia como es la Ley D´hont impuesta en España tras la transición de régimen. La apuesta del sufragio indirecto como forma de elección de representantes públicos de la nación radica en la construcción de Estados Unidos como país: al ganar las 13 colonias la Guerra de Independencia se dieron así mismas la forma de un Estado confederal. En virtud de ello, eran los Estados los que ejercían la soberanía nacional y no la población del conjunto en este nuevo Estado confederal. El cambio al sistema federal que conocemos hoy como Estados Unidos se produjo por la imposibilidad que tenía el nuevo estado confederal ejercer el poder y aplastar posibles revueltas populares como la Rebelión de Shays. Ante la incapacidad de que los Estados de la confederación pudieran enviar tropas al Estado de Massachusetts para reprimir esta rebelión se decidió estrechar lazos entre los Estados creando un poder federal que sería elegido por los ellos mismos, ya que eran éstos los ejercientes de la soberanía nacional. Por esta razón no es la población la que elige vía directa a la cabeza de este poder. Así mismo, si los miembros del Senado eran elegidos por las Cámaras los Estados, el presidente lo elegía un colegio electoral que representaba también la soberanía de los Estados. Por lo tanto, cada vez que se elige presidente de los Estados Unidos, se vota al colegio electoral de cada Estado y éste envía sus votos al Congreso según lo votado por la población de su estado, aunque conserva libertad de voto. El mayor problema de este sistema es el “winner takes all” -el ganador se lo lleva todo-, con un solo voto más que su contrincante el candidato gana todos esos votos electorales, por lo tanto, gana en ese Estado. Los votos electorales se reparten según la población de cada Estado; lógicamente, no es lo mismo ganar en el Estado con mayor población California -más de 40 millones de habitantes- que en el Estado de Montana -300.000 habitantes-. Pero gracias a los registros históricos, sabemos que hay ciertos Estados que llevan casi un siglo votando liberal o conservador. El ejemplo de ello puede ser California que desde la época de la gran depresión vota demócrata, o Texas que lleva más de 50 años votando conservador. Por lo tanto, en ciertos Estados -salvo sorpresa mayúscula- se sabe antes de empezar las elecciones a qué candidato van a votar. De otra parte, para llegar al poder hay que ganar en los Estados indecisos, como la célebre Florida (donde Trump ganó en 2016). Lo especial de las elecciones estadounidenses de 2016 es que hay ciertos estados en los que se daba por hecho la victoria para Clinton, pero que al final acabaron en manos de Trump: Michigan, Wisconsin, Pensylvania y Ohio. Estados con muchas similitudes. Para que este análisis no sea vacío e infructuoso compararemos las elecciones de 2016 con las de 2008. Hay que decir, primeramente, que en ambos procesos electorales nos encontramos con un contexto político relativamente similar: nuevos candidatos -uno del stablishment y otro antistablishment-, un sentimiento anti-Wall Street y un hartazgo ciudadano hacia los políticos de carrera. Económicamente, en 2008 la situación era bastante grave en el país. Ocho años después, la situación ha mejorado sustancialmente en líneas generales (en los aspectos macroeconómicos primordialmente), si bien, esta recuperación se ha basado en las promesas incumplidas y en las identidades rotas de trabajadores industriales. La primera diferencia notable entre ambas elecciones es la participación. Mientras que en 2008, ésta alcanzó un 58%, en las pasadas elecciones de noviembre, la cifra de participación no pasó del 55%. Puede advertirse, pues, que esa diferencia porcentual se debió a la menor movilización del voto demócrata, poco o nada convencido en votar a Clinton. Seis fueron los Estados más importantes que cambiaron su voto: Indiana, Iowa, Wisconsin, Ohio, Pensylvania y Michigan. Todos estos Estados, pertenecientes al antiguo cinturón industrial de Estados Unidos, de población mayoritariamente blanca y sufriente de un receso demográfico muy importante, son los estados que más han perdido con la Globalización y su proceso consecuente: la deslocalización. Pennsylvania El Estado de Pennsylvania votó mayoritariamente en 2008 al candidato del Partido Demócrata, Barack Obama –recibió más de 3 millones de votos, frente a los 2 millones y medio del candidato del GOP (Partido Republicano)-. En contraste, en las elecciones del 2016 se produjo un empate técnico entre los dos candidatos: ambos se quedaron cerca de los 3 millones de votos, siendo Trump el que sumó más cantidad. Teniendo en cuenta el similar porcentaje de participación, podemos asegurar que los demócratas perdieron más de 200.000 votos, al tiempo que los republicanos sumaron más de medio millón de votos en este Estado. Observamos que D. Trump consiguió sumar más votos en los condados rurales -debido al mencionado ya discurso-, mientras que Hillary resistió muy bien en los condados más “urbanos”. El porqué de la aplastante victoria de Trump en condados rurales se debe a que la poblacion de estos espacios se vio muy perjudicada por la desindustrialización. La gente sin trabajo, empobrecida y desposeída por el sistema, pensó en volver a este entorno rural en el que podría haber posibilidad de empleo. Fueron vistos como "parias urbanitas" que aparte de ser pobres, podían traer problemas de drogadicción a estos entornos rurales. Ohio El caso de Ohio es muy parecido al de su vecino Pennsylvania, con una participación igual en ambas elecciones. Mientras los demócratas ganaron en 2008 con más de 2´7 millones, en 2016 solo sumaron 2´3 millones, perdiendo más de 400.000 votos. En cambio, los republicanos ganaron 300.000 votos – 2´8 millones de votos en 2016- habiendo sumando en 2008 solo 2 millones y medio. Los casos de Pennsylvania y Ohio nos sirven bien para ilustrar cómo con la misma participación los demócratas se desangran y los republicanos suman votos en estos Estados industriales. Los dos siguientes Estados que vamos a analizar: Michigan y Wisconsin tienen un trasvase de votos similar entre demócratas y republicanos, pero en estos Estados la participación si fue más baja en 2016 que en 2008 debido al desencanto de su población con la clase política al no haber resuelto sus problemas el candidato por el que votaron en 2008 y 2012: Barack Obama. Michigan Solo con ver la diferencia de color entre ambos mapas podemos ver que el claro ganador en Michigan fue Trump, pero por muy poco. Como en el Estado de Pennsylvania hubo un empate técnico, sólo que Trump ganó un puñado más de votos. Pero como observamos, ese puñado de votos hizo que pudiera cambiar de color la mayoría de condados del Estado. Michigan es el corazón de la industria automovilística de Estados Unidos, cuya población votó en 2008 por Obama ya que éste decía que iba a luchar por conservar sus empleos, incluso nacionalizó durante los primeros años de su presidencia a General Motors para evitar más destrucción de empleo en este sector. En 2016, Michigan, fue lugar de otra promesa. Esta vez, de Trump: iba a traer a Ford a Michigan a hacer coches. Iba a luchar contra la deslocalización, poniendo impuestos altos a la importación de coches con el objetivo de alzar así su precio. Tal política haría más barato producir los automóviles en Estados Unidos. Muy posiblemente fue esta promesa la que la que le dio el triunfo (por la mínima) en este estado tradicionalmente demócrata. En 2008, Obama consiguió más de 2´8 millones de votos, mientras que en 2016, Clinton -que no le dio mucha importancia a Este estado que creía suyo- quedó por debajo de Trump, perdiendo más de 600.000 votos con respecto al resultado obtenido por el actual inquilino de la Casa Blanca en 2012. Wisconsin En Wisconsin también baja la participación con respecto a 2008 debido al desencanto con la política y podemos ver un cambio de color muy similar al que apreciamos en el Estado de Michigan, solo que aquí, Trump sí logra una victoria un poco más holgada. ¿Por qué se producen estos trasvases de votos en Estados principalmente blancos cuya economía es similar? Este artículo no pretende analizar por qué la clase obrera estadounidense vota a la derecha en los estados sureños o porque sigue votando a la derecha, pretendemos analizar cómo la clase obrera de los estados antes citados, que está altamente sindicalizada -con lo que ello supone de estigma social- y que antes votaba “izquierda” cambió de parecer y votó a Trump. En este último mapa podemos ver cómo, no solo los 4 Estados antes citados, sino todo el Este americano industrializado cambió su voto a favor de Trump. Pero, ¿fue este cambio producido por una reacción anti-establishment? ¿Fue una protesta contra las promesas rotas de Obama? ¿Fue un voto cultural recesivo, o fue un voto dirigido económicamente? Debemos hacer una diferencia entre el voto en el Norte y en el Sur. En este último, sí fue un voto cultural recesivo, allí sí hizo efecto el discurso ultranacionalista blanco de Trump: “Make America Great Again”. En cambio, en el Norte, este discurso no fue el que hizo que Trump se llevase los votos en Ohio o Michigan. Lo que hizo que consiguiese estos votos fue su promesa anti-sistema (siendo el sistema: políticos y Wall Street), más su promesa de proteccionismo económico, el cual traería a casa las fábricas que antes producían en Estados Unidos. Este aspecto proteccionista del programa de Trump, y como ya se ha indicado, resultará la piedra angular de todo su discurso y el trasfondo contenedor de unas formas xenófobas. Para entender todos estos sentimientos del colectivo de la clase obrera en Estados como Michigan, debemos retrotraernos a la presidencia de Bill Clinton (1993-2001), sus medidas económicas y sus promesas sociales rotas. Bill Clinton fue el primer presidente de “progresista” después de que Estados Unidos, y en consecuencia el bloque capitalista, abandonase el paradigma económico keynesiano. Desde la orgía y anarquía financiera que sumergió a Estados Unidos en la Gran Depresión de 1929, se había optado porque el Estado fuera el que dirigiese la economía con una intervención directa. De hecho, durante la presidencia de Franklin D. Roosevelt (19331945), los economistas más liberales temían que Estados Unidos se hubiese convertido o estuviese a punto de convertirse en un Estado socialista. Esta intervención del Estado en la economía aseguró las dos décadas más prosperas de Estados Unidos hasta la llegada de la crisis del petróleo de 1973 y las presidencias de Nixon y Reagan, que significaron el asalto del paradigma neoliberal al poder. Clinton llegó después de los gobiernos neoliberales republicanos de Reagan y George Bush, con una campaña que intentaba recuperar las medidas económicas y sociales de F.D. Roosevelt, pero con un nuevo matiz en una asunción de los postulados neoliberales: no se debía repetir la intervención en la economía por parte del Estado. El Estado solo podía orientar lo que podían hacer las grandes empresas. Fue el equivalente al nuevo laborismo en Inglaterra traído por Tony Blair del que Margaret Thatcher luego se sentiría orgullosa. Los nuevos planes sociales del Estado se pactaban con las empresas. Hubo barrios pobres que se “vendieron” totalmente a empresas como Citigroup o Goldman Sachs. Planes de inclusión de jóvenes en barrios pobres y marginales fueron llevados a cabo por empresas como Nike. Estábamos, ante lo que vaticinó Naomi Klein en su obra NoLogo, la idea de empoderamiento y anti-racismo, propia de la izquierda, era asumida y convertida en marketing por grandes compañías como Nike, mientras que la izquierda abandonaba estos ideales, pensando que al ser "mainstream" la victoria cultural ya estaba asegurada. En compensación, estas grandes compañías que participaban en los programas, veían reducida su carga impositiva. Rápidamente, podíamos ver a Clinton veraneando o pescando con dirigentes del Goldman Sachs y de otros bancos que antes del 2008 se llamarían los “too big to fail”. Era la creación de la “America corporativa”, donde el Estado y las corporaciones no se diferenciaban. Por aquel tiempo ya había dos grupos que vaticinaban una catástrofe de aquella orgía "progresista neoliberal": los socialistas y los libertarios económicos. Aun así, al finalizar el mandato más del 76% de los estadounidenses apoyaban la gestión de Clinton. Lo que nunca supieron es como bajo el mandato de Clinton se había transformado su economía y como esto les afectaría. Debido a la revolución informática y a la globalización, Estados Unidos se permitió pasar de ser una economía industrial, en donde se producen “cosas”, a ser una economía posfordista y financiera. Esta transformación implicó que, en Estados como el de Michigan, los padres que antes ganaban suficiente dinero como para creerse clase media y enviaban a sus chicos a las universidades, perdieran sus puestos de trabajo. Sus hijos, al tiempo, pasarían a engrosar las plantillas de grandes corporaciones financieras. En un país con raíces protestantes como Estados Unidos, tal situaciónn creó dos problemas en su conciencia colectiva: se perdió la identidad del trabajador industrial que decía “I make things with my bare hands” que fue sustituido por el banquero que no creaba nada, pero hacia dinero, “I produce anything but I MAKE money”; y se generó el problema del desprestigio del banquero, y el colectivo que los aglutina, Wall Street. Hay que tener en cuenta, que en una sociedad protestante como la estadounidense no importa si eres rico siempre y cuando lo hayas conseguido por ti mismo: “produciendo cosas con tus manos”. En cambio, ¿ser rico haciendo nada, e incluso engañando a tus semejantes? Eso no era motivo para estar orgulloso. Este desprestigio de Wall Street culminaría en Octubre del 2008, cuando todas las prácticas que habían desarrollado los banqueros en detrimento de los productores manuales quedaran al descubierto. En la izquierda se apuntaba al gran culpable de esta crisis: Bill Clinton. Clinton fue el presidente que no solo era amigo de los banqueros, si no que más desregularizó las finanzas eliminando las restricciones de la época de Roosevelt. Con Clinton ya no había una distinción entre bancos comerciales y bancos de inversión; volvía la orgia y la anarquía a las finanzas que acabó por derivar en la depresión de 2008. Pero pasó un milagro político para que el hartazgo ciudadano por los políticos de carrera se convirtiese en una legitimación, movida por la ilusión, de todo el sistema. Las elecciones de 2008 las ganó la persona que nadie se esperaba, el anti-establishment, aquel senador de raza negra que hacia discursos similares a los de Roosevelt, que se iba a cargar la desregularización bancaria y que, incluso, dijo de hacer un juicio para meter en la cárcel a todos los banqueros que se habían hecho de oro engañando a sus conciudadanos, nacía la marca Barack Obama. Los candidatos para la presidencia en 2007 debieron ser el veterano de guerra John McCain por el partido republicano, y Hillary Clinton por el partido demócrata. Parecía que no había espacio para otro candidato más, pero surgió Obama, recordando que la culpa la tenía otro Clinton, Bill. En una conjunción entre el morbo por elegir al primer presidente negro en Estados Unidos y elegir al “primer” presidente imaginativamente anti-establishment, se consiguió la victoria aplastante de Barack Obama. Pero Obama resultó ser otro político de carrera más… En cuanto llegó al poder se olvidó de encarcelar a banqueros y los nombró como parte de su gobierno -incluso heredando el equipo de gobierno del último demócrata en la presidencia, Bill Clinton-. Es cierto que intentó una salida por la “izquierda” (en base a Keynes) de la crisis, pero ya había mucho perdido: los trabajadores industriales de Detroit no les perdonarán jamás que no les devolviese su trabajo e identidad, ahora tienen otros trabajos en el sector servicios, pero su identidad quiere estar produciendo “cosas”, eso era un orgullo para ellos y les fue arrebatado, en cambio, tienen un trabajo precario. Pero aún más hay que añadir otra mancha al gobierno de Obama, su medida estrella, el Obamacare. La promesa de que “no importa cuántos ingresos tienes porque tendrás derecho a una sanidad pública” fue rota por Obama, pues no fue todo lo ambicioso que el clamor popular le pedía y encima fue destrozada por la oposición republicana en el Congreso. Y en este punto llegamos al 8 de Noviembre de 2016 con dos candidatos: Hillary Clinton y Donald Trump, con lo que representa cada uno. Hillary Clinton, es hasta ahora la candidata a la presidencia estadounidense más preparada de la historia, pero su historial es el de una “política de carrera” y es esposa del Presidente que creó la burbuja financiera y fue parte del gobierno del Presidente que incumplió todas sus promesas sociales. Es la candidata del establishment. Donald Trump, la encarnación de un hombre hecho a sí mismo que fue pobre, luego rico, otra vez pobre y otra vez rico debido a su éxito con las finanzas, es un hombre con el cual se puede identificar cualquier estadounidense medio: a él tampoco le gusta pagar impuestos, le gusta decir lo que piensa y hace promesas para el sector que nos importa en este artículo: los trabajadores del antiguo cinturón industrial. A estos les dice que hay que recuperar sus trabajos, que “Make America Great Again” significa devolverle su identidad, no significa que Estados Unidos invada países, significa que Estados Unidos se deje de finanzas y empiece a producir cosas como antaño, este es el mensaje más poderoso de todos, devolverle la identidad a alguien que la ha perdido. Por lo tanto, ¿son estos trabajadores que estaban sindicalizados -son de izquierdas y esto es un estigma ante el empresario- los que se han vuelto de derechas conservadores? O simplemente, el 8 de Noviembre utilizaron el voto como una herramienta para conseguir recuperar su identidad y su economía, es decir, ¿votaron pensando económicamente? La respuesta es positiva. Votaron teniendo en cuenta su posición como clase y votaron a aquel que se iba a cargar todo el sistema que los había dejado marginados o desposeídos. Podemos ver aún más claro este “voto económico” en Estados como Indiana o Iowa, las economías de estos dos estados están basados en el combustible fósil, si bien Obama intentó cambiar su economía para que fuese más “verde”, este plan se vio dudoso y ante una Clinton que pretendía continuar esta obra de Obama, acabaron votando a Trump. Trump les prometió que no les pasaría como a los trabajadores de coches que perdieron su puesto de trabajo por culpa del sistema, él no creía en el Cambio Climático y no había porqué ser verde y cerrar sus fábricas. Mientras tanto; ¿Dónde estaba y está la izquierda? En estos momentos se produce la ironía de tener una izquierda algo más avanzada en Estados Unidos que en la mayoría de países de la vieja Europa. Mientras en la mayoría de Europa la izquierda ha asumido como suyos varios paradigmas neoliberales como la importancia del librecambio o estructuras neoliberales como la Unión Europea del Euro, en Estados Unidos la izquierda si supo romper con el neoliberalismo para que la ultraderecha no le robase ni votantes ni la hegemonía contra el neoliberalismo. En Estados Unidos, la izquierda pasó del campo de batalla cultural donde participaban Michael Moore haciendo películas-documentales y grupos de música como Rage Against de Machine a organizarse políticamente en el movimiento que dio pie a Bernie Sanders. El programa que propuso Bernie Sanders para su candidatura es el programa más a la izquierda, y con posibilidades de ganar, que hemos visto en Estados Unidos desde el millón de votos que auparon al socialista marxista Eugene Debs como tercer candidato más votado en 1912. El movimiento de Sanders se apoyó, mayoritariamente, en el grupo llamado Millenials, jóvenes menores de 25 años entre los que hay una verdadera simpatía por los ideales socialistas. Según la encuesta Gallup, el 60% de los jóvenes apoya ideales propios del socialismo e incluso más del 20% se considera a sí mismo como socialista. Pero como demostró Sanders en las primarias demócratas, a él se le da tan bien o mejor que Trump el conectar con la clase obrera blanca ganando en Estados como Michigan o Wisconsin, o quedándose a las puertas de ganar contra todo un aparato y un mass media en contra de él en los demás Estados. Pero la "revolución política" de Sanders fue frenada por el aparato del Partido Demócrata, mucho menos democrático que el aparato del Partido Republicano. Todas las encuestas una vez que perdió Sanders las primarias contra Hillary, anunciaban que éste era mejor candidato para las presidenciales. Trump se alimentaba con un discurso del miedo a perder más. En cambio Sanders se basaba en un discurso en el que mezclaba intereses de clase con la ilusión por construir un nuevo sistema. El partido demócrata no podía, ni debió, enviar otra vez a un candidato del establishment para librar la batalla contra un candidato anti-establishment. Si se hubiese llevado a Sanders los demócratas conservarían el poder. De hecho, lo que pasó en Estados como Michigan es que los votantes que tenían claro su “voto económico” por Sanders, cuando éste se fue de la carrera por la presidencia decidieron votar al otro que les prometía lo mismo, aunque fuese un racista misógino, ellos se sabían que eran decentes, pero ya solo les quedaba protestar contra el sistema que los había desposeído de sus identidades. [1] Cameron, Rondo y Larry Neal, Historia económica mundial. Desde el paleolítico hasta el presente, Madrid, Alianza, 2002, p.328.
|
AutorAdrián Almeida (Deusto) y Jaime Caro (UAM) |